En un nuevo episodio de arrogancia imperial, Washington vuelve a utilizar el comercio como arma política. El discurso del “desacoplamiento” revela no una estrategia coherente, sino el miedo creciente de una potencia en declive frente a un mundo que ya no gira a su alrededor.
En declaraciones recientes, el secretario del Tesoro de Estados Unidos, Scott Bessent, dejó abierta la posibilidad de una ruptura total de los lazos comerciales con China. Aunque matizó que no es un desenlace inevitable, la sola mención del “desacoplamiento” como opción viable confirma que el gobierno norteamericano ya no está interesado en reglas multilaterales, ni en una economía global abierta, sino en sostener por la fuerza su primacía económica frente a un rival que ha demostrado saber competir sin recurrir a la amenaza constante. Para Washington, China es ahora su “mayor competidor económico y principal rival militar”, una construcción narrativa que justifica toda acción punitiva bajo el disfraz de la seguridad nacional.
Este enfoque, además de profundamente hipócrita, revela el doble estándar con el que Estados Unidos pretende seguir dictando las normas del juego. Mientras exige apertura a los demás, impone aranceles unilaterales —de hasta un 125 % en el caso chino— y no duda en chantajear a países aliados para que se alineen a sus intereses. Bajo la administración Trump, la política exterior se ha convertido en un manual de coerción económica, donde el comercio no es herramienta de desarrollo compartido, sino de sometimiento.
La decadencia disfrazada de firmeza
La idea de un desacoplamiento económico total no es más que el reflejo de una superpotencia que ya no puede competir con reglas justas. Para ocultar su pérdida de influencia real, Estados Unidos necesita crear enemigos. El relato del “peligro chino” no solo sirve para el consumo interno, también busca presionar a una comunidad internacional cada vez menos dispuesta a subordinarse. Bessent lo admite sin pudor: los aranceles no son el problema, lo verdaderamente difícil son “las barreras no arancelarias”, esas que no puede controlar desde el escritorio del Tesoro.
La amenaza de ruptura con China no es una señal de fortaleza, sino de aislamiento. El mundo asiste al colapso moral y estratégico de una potencia que no tolera el surgimiento de alternativas. Mientras Washington juega a la guerra fría comercial, Pekín continúa consolidando alianzas, invirtiendo en infraestructura, en tecnología, en futuro. Estados Unidos, en cambio, solo ofrece sanciones, discursos agresivos y un sistema que se tambalea entre la nostalgia imperial y el pánico al cambio.
Occidente ya no lidera, grita. Y cada grito es una confesión de debilidad.